Recuerdo el olor de las velas, el frío en mis manitas y la cara de mi padre. El año no importa, pero fue el año en que mi familia cayó en la escasez. Yo era una niña y no comprendía la expresión de tristeza y preocupación de mis padres. No recuerdo si cenamos, solo recuerdo haber tenido la sensación de un vacío en el estómago.
Era Navidad y esperaba con ansias los regalos. Mis padres en Navidades anteriores me habían malcriado con muñecas y hasta con un carrito de Barbie, que agarré a patadas en una ocasión porque, según yo, no iba lo suficientemente rápido para mi gusto.
Con lágrimas en los ojos , mi padre me dijo: “Hija, ahorita no tenemos para más, pero mira que te compré”. Me dio, una chamarra de color púrpura, sin envoltura alguna.
Mi padre siempre me cuenta que no hice berrinche y que se sorprendió cuando le dije: “Está bien, papi, ahorita no, pero después me compras un juguete.”
Esta memoria la guardo con mucho cariño y amor, pues de ese momento nacieron mi comprensión y mi empatía hacia mis padres. Yo estaba aprendiendo cosas nuevas y ellos, tan jóvenes, iban aprendiendo a ser padres. Vi sus batallas exteriores y las preocupaciones del día a día, pero una cosa nunca faltó: el amor.
No solo el amor hacia mí, sino también el amor entre ellos. Y no es que la relación de mis padres fuera perfecta, pero nunca se soltaron de la mano, y el recuerdo del invierno de la chamarra color púrpura ha sido un recordatorio de todo el esfuerzo de ambos padres, de qué lejos han llegado juntos.
P.S
Mis padres aún siguen juntos; llevan 30 y algo años. Han pasado por miles de cosas y ahora que las dos hijas viven lejos, son los mejores compañeros de vida. Esto es una de las cosas que no he dicho, pero su relación me ha enseñado mucho a construir mi vida. Mami y papi, si leen esto, los adoro. ¡Gracias por todo!

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